martes, 13 de octubre de 2015

Un mundo de colores

Publicado en Lindeiros en Octubre de 2015.

La noche y madrugada del 28 de septiembre pasado han sido realmente espectaculares. La Luna pasando de su color blanco, a un rojizo casi marrón para terminar en negro, ha mantenido en vela a muchos, incluso aunque al día siguiente hubiera que ir a trabajar o a aprender. Esa madrugada, además tuvo un amanecer también espectacular, con horizonte de un color rojo intenso que cambiaba a amarillo, luego a verde para terminar en el azul cielo según se apartaba de la Tierra. Casi como un arcoíris, debido en este caso a la dispersión de la luz del Sol según pasa por la atmósfera terrestre. Tanto color incita a pensar en cómo vemos los colores. 

Curiosamente, la Luna y el color tienen un pariente cercano: Newton. Este genio abrió el camino para explicar el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra gracias a su propuesta sobre la fuerza con la que se atraen dos cuerpos y también a comprender la forma en que vemos los colores, alrededor del año 1700. Pero no fue hasta 1801 cuando Thomas Young alumbró el camino para la comprensión actual de la visión del color. Ese año, en una conferencia pública y apoyándose en los resultados previos de Newton, propuso que la visión del color se producía como combinación de unos pocos, que eran los que realmente podíamos detectar con nuestros ojos. Aunque su razonamiento estaba basado en temas mecánicos, hoy sabemos que no estaba desacertado.

(c) Ilustración de Marús Frieiro
Los humanos detectamos el mundo fundamentalmente en tres colores, que habitualmente se denominan rojo, verde y azul (o en inglés, Red, Green y Blue, dando lugar a las siglas RGB que vemos comúnmente en ordenadores y otros aparatos electrónicos). Esto es debido a que en nuestros ojos existen unos tipos de células denominadas conos. A su vez, son de tres tipos. Unos más sensibles al color rojo, otros al verde y finalmente otros al color azul. Físicamente, el cono que asignamos como color rojo tiene una sensibilidad mayor a la luz con una longitud de onda alrededor de 560 nanómetros (es decir, si visualizamos la luz como las olas del mar, la distancia entre dos crestas consecutivas de las olas sería solo de 560 mil millonésimas partes de un metro, unas 100 veces más pequeña que el diámetro de un pelo humano). Para los conos verde y azul, estas longitudes de onda corresponden a 530 y 430 nanómetros respectivamente. 

Pero si vemos preferentemente estos colores, ¿cómo es que podemos ver un color amarillo, como el de las luces de sodio, que emiten luz fundamentalmente alrededor de 589 nanómetros? Esto se debe a que estos tres conos no son sensibles únicamente a esas tres longitudes de onda. Realmente pueden detectar, aunque con menor sensibilidad, otras longitudes. Cada cono envía entonces a nuestro cerebro información de que ha detectado esa luz amarilla, siendo realmente nuestro cerebro el que asigna el color amarillo en función de la combinación de las intensidades de las señales que recibe de diferentes conos. Por tanto, el color es un tema de percepción del cerebro, es decir, como interpreta las señales que le envían nuestros ojos. Esta forma de ver también nos permite explicar algunas enfermedades, como el daltonismo. Esta se debe a que alguno de los tipos de conos que tenemos los humanos no están. Así, si falta el cono rojo, el daltónico no puede distinguir entre el rojo y el verde, ya que ambas longitudes de onda se detectan solo por un tipo de cono (el verde). Pero que no te engañen: un daltónico no puede saltarse un semáforo en rojo, ya que puede distinguir la señal por la posición. El rojo siempre arriba y el verde abajo.

Para saber más:
El discurso de Thomas Young fue publicado por la Royal Society. Vale la pena leerlo para conocer el razonamiento puramente mecánico que le llevó a proponer su teoría del color. Y para ver que el genio de Newton casi se había acercado a lo cierto (en inglés, claro).