domingo, 3 de mayo de 2015

La curvatura de la luz de mayo


Albert Einstein es uno de los físicos del siglo pasado que ha influido más en la Física y la cultura moderna. Sus contribuciones van desde los tamaños más pequeños hasta el universo completo. En los primeros contribuyó notablemente al nacimiento de la Física Cuántica, aunque filosóficamente no le gustaba, ya que incluía un cierto nivel de aleatoriedad. Era como un juego de dados en donde no se sabe qué números saldrán hasta que se paran en la mesa. Su convencimiento era tal que se le atribuye la frase “Dios no juega a los dados”, en referencia a que la Física no podía ser aleatoria. Tenía que ser determinista, esto es, dadas unas condiciones iniciales tenemos que saber con certeza lo que pasará después. Así ocurre con los fenómenos físicos básicos, como la gravedad. 

Nuestra intuición nos dice, porque lo vemos todos los días, que si dejamos en el aire una manzana, esta caerá al suelo. Efecto que a otro gran físico, Newton, le inspiró su Ley de la gravedad que explica en una primera aproximación la fuerza de atracción entre dos cuerpos por el simple hecho de tener masa. Con esta ley física podemos explicar y calcular con gran precisión el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra o el de la Tierra alrededor del Sol. 

Sin embargo, hace justo ahora 100 años, Albert Einstein presentó una nueva teoría para explicar la atracción de dos cuerpos que tienen masa. Se denomina Teoría General de la Relatividad y era una generalización de su Teoría Especial de la Relatividad. En esta última había explicado la dilatación del tiempo cuando nos movemos a velocidades cercanas a la de la luz: cuanto más rápido nos movemos, más lentamente marcan la hora los relojes que nos acompañan.  Este fenómeno es poco intuitivo para los humanos, ya que solo lo podemos apreciar a velocidades muy grandes comparadas con las habituales que experimentamos en nuestra vida cotidiana. En 1915, Einstein volvía a poner a prueba nuestra forma de ver el mundo con su Teoría General. De hecho, introducía un nuevo concepto para entender  la gravedad de Newton, que funciona tan bien: la atracción entre dos cuerpos ocurre porque la masa deforma el espacio alrededor suyo, dando como consecuencia que se atraen. Para comprender como ocurre podemos utilizar una simple tela y dos bolas, una mucho más grande que la otra. Si extendemos la tela horizontalmente, bien sujeta por los bordes, como la de un cuadro, y ponemos la bola más grande en el centro, veremos que la tela se deforma, curvándose desde los extremos del marco hacia donde hemos puesto la bola grande. Si ahora dejamos la segunda bola en cualquier punto de la tela, esta irá corriendo a encontrarse con la más grande. El efecto es similar a que si las dos bolas se atrajeran mutuamente.  Esta nueva teoría permitió explicar casi completamente el movimiento de Mercurio, que no se lograba calcular adecuadamente con la teoría de Newton. 

Pero la nueva teoría de Einstein traía más sorpresas. Entre ellas, que la luz, que no tiene masa y que por lo tanto según Newton era inmune a la gravedad, se veía afectada por la presencia de grandes masas como el Sol: su trayectoria también se curvaba como la de un planeta. La consecuencia es que podríamos ver otras estrellas que realmente están por detrás del Sol, aunque nosotros las veríamos como si estuvieran a un lado, al interpretar que la luz se ha movido desde esa estrella siguiendo una línea recta. Solo cuatro años después de su publicación, en el eclipse del 29 de mayo de 1919, Arthur Eddington comprobó experimentalmente esta asombrosa predicción, fotografiando la luz de una estrella que estaba detrás del Sol. De nuevo la luz había contribuido a nuestro asombro y nuestra comprensión del Universo.