Probablemente muchos de los
lectores de Lindeiros recordarán la inauguración de la fuente de la Plaza Roxa
que incluía un láser central que apuntaba hacia el cielo. Se prometía espectacular.
Aunque muchos seguro que salieron defraudados, ya que la luz del láser poco se
vio. Si mi memoria no me falla, tuvieron algo de suerte porque había unas pocas
nubes en donde sí se apreciaba algo de luz. ¿Por qué digo suerte? Pues porque el
láser solo lo podemos ver claramente cuando atraviesa algún medio que provoque
su dispersión, como el humo que se echa en las discotecas o en los espectáculos
musicales.
Aunque ya utilizamos
comúnmente la palabra láser, esta es el acrónimo de Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation (o, en
castellano, amplificación de luz mediante emisión inducida de radiación). ¿Qué quiere decir esto?
La física cuántica nos ha
permitido comprender la naturaleza de los átomos, de las moléculas y de la luz.
Por ejemplo, los átomos tienen un estado fundamental de mínima energía. Sin
embargo, si les aportamos energía (por ejemplo, calentándolos), alguno de sus
electrones puede capturarla, pasando el átomo a otro estado llamado excitado.
Aunque la cantidad que gana no es cualquiera. Es como si ese electrón subiera
uno o varios peldaños de una escalera: puede subir y posarse en uno de ellos,
pero no quedarse flotando en la mitad. Pero como ese no es su estado
fundamental, el electrón intenta volver a su estado anterior, para lo cual
tiene que perder energía. La diferencia entre la energía de ambos estados se
pierde emitiendo un pequeño pulso de luz que llamamos fotón. Este tiene una
frecuencia determinada, es decir, es de un color definido, aunque el resto de
sus propiedades pueden diferir de átomo a átomo y pueden salir en cualquier dirección.
A este fenómeno se le llama emisión espontanea.
Sin embargo, ya en 1916 Einstein empezó a vislumbrar que los
fotones generados por un material podrían tener exactamente las mismas propiedades
en algunas situaciones. Este es el caso del láser. Para crearlo, lo primero que
se necesita es tener más átomos (o moléculas, dependiendo del tipo de láser) en
un estado excitado que los que siguen en el estado fundamental. Para ello, se
aporta energía al material. Cuando tenemos esa situación, se ilumina con una
luz de frecuencia igual a la que emitiría el átomo para volver a su estado
fundamental. Al pasar los fotones de esta luz a través de este material
excitado, sus átomos pierden la energía que tienen de más, emitiendo cada uno un
fotón. Pero en este caso, la magia de la física hace que estos nuevos fotones, no
solo tengan la misma frecuencia, sino también que sean iguales el resto de sus
propiedades. Y además, se mueven muy juntitos en el mismo sentido. Y siguen moviéndose
así de juntos a menos que choquen con alguna partícula que los haga desviar. De
ahí que para ver el láser se utilice humo.
Patrón de difracción generado por láser (Fuente: Natural Philo en Wikimedia.org) |
Aunque Einstein vislumbró este comportamiento a
principios del siglo pasado como una curiosidad científica, no fue hasta 1960
cuando Theodore Maiman construyó el primer láser funcional. Al principio, se
vio como “una solución a la búsqueda de un problema”. No se tenía claro en que
se podría aplicar. Hoy el láser está presente en muchas de nuestras tecnologías,
desde la medicina hasta la transmisión de la información. Pasando por las múltiples
aplicaciones como el DVD, la soldadura, la impresión en 3D, la limpieza de
materiales, etc. Es el ejemplo perfecto para explicar que hemos de apoyar a la investigación
básica, sin esperar que sus resultados tengan una aplicación inmediata. Las
aplicaciones de nuevos conocimientos generados por la Ciencia pueden necesitar
décadas para inventarse. Pero, cuando llegan pueden, como el láser, cambiar
nuestras vidas radicalmente.