jueves, 2 de abril de 2015

Láser. Una solución buscando un problema

Probablemente muchos de los lectores de Lindeiros recordarán la inauguración de la fuente de la Plaza Roxa que incluía un láser central que apuntaba hacia el cielo. Se prometía espectacular. Aunque muchos seguro que salieron defraudados, ya que la luz del láser poco se vio. Si mi memoria no me falla, tuvieron algo de suerte porque había unas pocas nubes en donde sí se apreciaba algo de luz. ¿Por qué digo suerte? Pues porque el láser solo lo podemos ver claramente cuando atraviesa algún medio que provoque su dispersión, como el humo que se echa en las discotecas o en los espectáculos musicales.

Aunque ya utilizamos comúnmente la palabra láser, esta es el acrónimo de Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation (o, en castellano, amplificación de luz mediante emisión inducida de radiación).  ¿Qué quiere decir esto?

La física cuántica nos ha permitido comprender la naturaleza de los átomos, de las moléculas y de la luz. Por ejemplo, los átomos tienen un estado fundamental de mínima energía. Sin embargo, si les aportamos energía (por ejemplo, calentándolos), alguno de sus electrones puede capturarla, pasando el átomo a otro estado llamado excitado. Aunque la cantidad que gana no es cualquiera. Es como si ese electrón subiera uno o varios peldaños de una escalera: puede subir y posarse en uno de ellos, pero no quedarse flotando en la mitad. Pero como ese no es su estado fundamental, el electrón intenta volver a su estado anterior, para lo cual tiene que perder energía. La diferencia entre la energía de ambos estados se pierde emitiendo un pequeño pulso de luz que llamamos fotón. Este tiene una frecuencia determinada, es decir, es de un color definido, aunque el resto de sus propiedades pueden diferir de átomo a átomo y pueden salir en cualquier dirección. A este fenómeno se le llama emisión espontanea.

Sin embargo, ya en 1916 Einstein empezó a vislumbrar que los fotones generados por un material podrían tener exactamente las mismas propiedades en algunas situaciones. Este es el caso del láser. Para crearlo, lo primero que se necesita es tener más átomos (o moléculas, dependiendo del tipo de láser) en un estado excitado que los que siguen en el estado fundamental. Para ello, se aporta energía al material. Cuando tenemos esa situación, se ilumina con una luz de frecuencia igual a la que emitiría el átomo para volver a su estado fundamental. Al pasar los fotones de esta luz a través de este material excitado, sus átomos pierden la energía que tienen de más, emitiendo cada uno un fotón. Pero en este caso, la magia de la física hace que estos nuevos fotones, no solo tengan la misma frecuencia, sino también que sean iguales el resto de sus propiedades. Y además, se mueven muy juntitos en el mismo sentido. Y siguen moviéndose así de juntos a menos que choquen con alguna partícula que los haga desviar. De ahí que para ver el láser se utilice humo.

Patrón de difracción generado por láser (Fuente: Natural Philo en Wikimedia.org)
Aunque Einstein vislumbró este comportamiento a principios del siglo pasado como una curiosidad científica, no fue hasta 1960 cuando Theodore Maiman construyó el primer láser funcional. Al principio, se vio como “una solución a la búsqueda de un problema”. No se tenía claro en que se podría aplicar. Hoy el láser está presente en muchas de nuestras tecnologías, desde la medicina hasta la transmisión de la información. Pasando por las múltiples aplicaciones como el DVD, la soldadura, la impresión en 3D, la limpieza de materiales, etc. Es el ejemplo perfecto para explicar que hemos de apoyar a la investigación básica, sin esperar que sus resultados tengan una aplicación inmediata. Las aplicaciones de nuevos conocimientos generados por la Ciencia pueden necesitar décadas para inventarse. Pero, cuando llegan pueden, como el láser, cambiar nuestras vidas radicalmente.